Por Christian Ziegler*
Es una tarde cualquiera de un domingo fresco pero soleado. El horario de la siesta exige una pausa para amigarse con el ocio. Elijo el rincón más silencioso de la casa, un ambiente propicio para la lectura, donde todo lo que ocurre afuera parece ajeno a este momento de quietud y serenidad.
Los ruidos llegan lejanos, como apagados. El amplio ventanal funciona de sordina y hasta el motor del colectivo que ruge cada vez que arranca se vuelve un sonido amable, parece un ronroneo.
Desde la calle se cuela en la habitación la risa de un niño. Ríe, a la vez que reclama algo. Exige justicia en una realidad que recrea junto a otro compañero de juego, quien interpreta a su favor una acción polémica.
Mientras los escucho desde mi sillón, ellos sin darse cuenta me muestran lo importante que es el juego para su salud. Lo importante que es para el desarrollo psicofísico —o sea, del cuerpo y el psiquismo—.
En la medida en que allá la discusión se vuelve más acalorada y se instala el debate, decido pararme y observar. Los niños ahora se abrazan, llegaron a un acuerdo y reanudan el juego. Van y vienen, se persiguen, se empujan un poco. El juego con otros crea lazos, refuerza vínculos. Y nosotros, seres sociales recorridos por una fuerza gregaria, necesitamos eso.
Así como un cachorro juega con otro y en esa interacción aprende a desenvolverse con la naturaleza, los miro y ahora veo a dos cachorros de nuestra especie aprendiendo a manejar su cuerpo, a moderar sus emociones juntos, mientras intercambian símbolos propios de su cultura. Van conociendo, con el juego, los mismos límites que la realidad les impone.
Con claridad me llega el placer que sienten al estar inmersos en un mundo paralelo, distinto al que solemos habitar los adultos. En su apasionante juego hay movimiento, hay imaginación. Concentrados como están en su actividad lúdica, escapan por un rato de las obligaciones que se les exige y así también pueden ir integrando y flexibilizando lo duro de la vida, aquello que cuesta aprehender y asimilar. Tejen pacientemente, sin apuro, una red que les permite sentirse más seguros.
Ahora vuelvo a sentarme. Me digo a mí mismo que tengo que jugar más, ser más como ellos (¿acaso en esos momentos no son felices?), mientras pienso que recuperar el juego recreativo es un ejercicio fundamental.
Pasados unos minutos los párpados ya comienzan a pesar y mis pensamientos se van haciendo más lentos en la comodidad de mi asiento. Pero sigo reflexionando y me convenzo de que, atravesados como estamos por múltiples dispositivos tecnológicos, tomarnos un recreo de éstos puede ser como una bocanada de aire fresco.
No es que la tecnología sea mala en sí misma, solo que el brillo de las pantallas nos suele atraer demasiado, y como bichos que buscan la luz y detienen su vuelo, muchas veces nos vemos atrapados en la virtualidad, perdiendo la llave que nos devuelve la libertad. ¿Cuántos padecimientos actuales guardarán relación con esto?
Hoy, que jugar se confunde con propuestas comerciales (juegos online, juegos de apuestas, etc.), recuperar otros tipos de juego se hace imprescindible. Jugar por jugar, donde lo lúdico puede transportarnos con otros a una dimensión amigable.
Ayudar a estos niños —a nosotros mismos— a escapar un rato de la constante exposición a estímulos visuales y de los juegos diseñados que apuntan a la recompensa “dopaminérgica”, y que en exceso los aísla y empobrece sus experiencias.
Antes de caer rendido por el sopor, entrego mi última idea a la tarde que me regaló su lección: sin demonizar las nuevas formas de interacción y la posibilidad de compartir buenos momentos mediatizados por la tecnología, es nuestra responsabilidad darles un buen uso, y al mismo tiempo propiciar condiciones de juego más libre que involucren el cuerpo y la compañía.
Ahora sí, finalmente me quedo dormido. En un sueño profundo sueño que juego. Y es un sueño que no quiero que termine porque ahí soy niño de nuevo y jugando me siento feliz.
Christian Ziegler
Psicólogo
Clínica especializada en Adicciones y en Deporte
IG: @saludmentalentretodos