“Las mujeres sin hijos se vuelven agrias, como el agua estancada.”
— Yerma, Federico García Lorca (1934)
Lorca puso en palabras el peso que durante siglos cayó sobre los hombros de las mujeres: el deber de ser madre, la sospecha de esterilidad como condena moral, el eco de un mandato que no admitía otras formas de plenitud. A casi un siglo de esa voz doliente, seguimos desmontando esa sentencia: la de que el valor de una mujer se mide en cunas.
“Cuando seas madre me vas a entender”. Cuántas veces, las mujeres que transitamos la maternidad, hemos repetido esta frase, entronizándonos en un pedestal que, con el dedo juzgador, negamos la plenitud a quienes eligen otro camino. Quizás a más de una le haya ocurrido lo mismo. Con los años aprendí que estaba diciendo una bestialidad y encima, totalmente contra fáctica.
En la actualidad nuestras hijas o nietas dudan tener hijos, aunque tampoco cierran la puerta. Hay ambivalencias. Como en todas las decisiones y conductas.
Hoy, sin embargo, sabemos que la maternidad no es una certeza ni un mandato. Hoy, más que nunca, las mujeres se preguntan si quieren o no tener hijos.
A los 30, 35, 40 años, la pregunta llega puntual: “¿Y cuándo los niños?”. Como si el tic tac biológico no solo midiera el tiempo, sino también el valor de una mujer. Una presión que se agrava al enfrentar el lenguaje médico: desde la sugerencia de congelar óvulos hasta la sorpresa de ser etiquetada con un embarazo “geriátrico” a partir de los 40. Porque los embarazos se deciden. Se proyectan. No son magia.
Las mujeres padecemos no sólo el tic tac del reloj biológico, sino además los comentarios de médicos, familiares, parejas o amigos, que no hacen más que replantearnos si somos verdaderas mujeres, aun no siendo madres.
Hoy las respuestas ante la pregunta sencilla que nos hacían —¿querés ser madre? — van desde “sí, pero” o “no, pero”. Pocas certezas, muchas dudas que se multiplican desde que se profundizó el cuestionamiento colectivo a la maternidad como único destino posible.
Esta tendencia no es casual. Argentina es el país de América del Sur con mayor reducción porcentual de nacimientos en la última década. Muchos factores influyen en este cambio de comportamiento: dificultades económicas, sobrecarga de trabajo, afán de crecimiento profesional, autonomía y, en buena parte gracias a los feminismos, interrogantes más profundos al mandato histórico.
¿Quién se hace cargo de que con cierto tipo de mensajes hacemos que las mujeres se sientan fracasadas o incompletas por no tener hijos? ¿O por qué es un tema tabú hablar de mujeres que son madres, pero experimentan arrepentimiento?
La incertidumbre domina. Hay mujeres que, como la Susanita de la infancia, anhelan formar una familia, pero los sueños no se pueden programar. Encontrarse con el otro y congeniar en un proyecto común no es fácil, como lo demuestra el auge de las apps de citas. Cuesta encarrilar los deseos hacia otros lugares —crecimiento profesional, estudio—, pero el deseo puede ser escurridizo; la idea de la maternidad que se construye en la niñez, una vez adulta, puede evaporarse.
El verdadero cambio de paradigma reside en la redefinición de la “fertilidad” femenina. Ya no se trata solo de la capacidad de generar vida biológica, sino de la capacidad de generar valor, cambio, conocimiento y bienestar en el mundo. La capacidad de cuidado, nutrición y creación no está limitada al útero. Ser “nutriente” es una cualidad humana, no exclusivamente materna: se manifiesta en el activismo social, en la mentoría, en la dedicación a un proyecto o una empresa.
La respuesta ya no es un fracaso o una falta, sino una elección soberana. Las mujeres que no tienen hijos no son menos mujeres; son, sencillamente, mujeres en la plenitud de su propia decisión. Dejar de juzgar y de etiquetar es un acto de liberación colectiva. Todas las elecciones son válidas. Menos mal, porque la vida, y no el útero, es nuestra única verdadera dueña.
Míriam Aguilar, autora de ¿Y ahora qué? Una reflexión sobre la no maternidad por circunstancias, afirma que “nada te prepara para ser madre. Pero todavía menos para no serlo”.
No se trata de reivindicar una opción de las mujeres contra otra, sino de tejer redes de comprensión entre todos los posibles modelos.
El sufrimiento de Yerma representa tanto a las mujeres que no pueden ser madres como a las que deciden no serlo. Al día de hoy, el fin de ese dolor se logra redefiniendo el éxito femenino: la plenitud ya no se mide en cunas, sino que se encuentra en la conciencia y en la elección de un camino propio.
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